Al igual que Kay y Hargreaves, Arkwright era un hombre de Lancashire -¿en qué habría quedado la Revolución industrial sin los hombres de Lancashire?-, nacido en Preston en 1732, lo que lo hace once años más joven que Hargreaves y casi treinta años más joven que Kay. (Hay que recordar, además, que la Revolución industrial no fue un suceso repentino y explosivo, sino un despliegue gradual de mejoras a lo largo de varias generaciones y en muchos terrenos distintos.) Antes de convertirse en un hombre de la industria, Arkwright fue tabernero, fabricante de pelucas y cirujano-barbero, especializado en extraer piezas dentales y efectuar sangrías a los enfermos. Por lo que parece, se interesó en la producción de tejidos a partir de su amistad con otro John Kay -este era relojero y no tenía parentesco alguno con el John Kay de la lanzadera volante-, y con su ayuda empezó a reunir la maquinaria y los componentes necesarios para llevar a cabo la totalidad de la producción mecánica de los tejidos bajo un mismo techo. Arkwright era hombre de pocos escrúpulos. Le robó a Hargreaves los rudimentos de la Jenny sin dudarlo ni un momento y sin remordimientos (menos aún con algún tipo de compensación), se escabulló de todo tipo de tratos comerciales y abandonó a amigos y socios cuando le resultó seguro o ventajoso hacerlo.
Tenía un verdadero don para realizar mejoras mecánicas, pero su auténtico genio radicaba en saber convertir posibilidades en realidades. Era un organizador -un buscavidas, en realidad-, y de los mejores. Gracias a una adecuada combinación de trabajo duro, suerte, oportunismo y gélida crueldad, se construyó, durante un periodo de tiempo breve pero extremadamente lucrativo, un monopolio virtual sobre el negocio del algodón en Inglaterra.
El personal desplazado por la maquinaria de Artwright no solo sufrió el inconveniente de quedarse sin trabajo, sino que además quedó reducido al nivel más bajo de la desesperación. Es evidente que Arkwright vio venir lo que sucedería, pues construyó su primera fábrica como una auténtica fortaleza en un recóndito paraje de Derbyshire -que era un condado remoto de por sí- y la reforzó con cañones, guardando incluso en su interior una reserva de quinientas lanzas. Acorraló el mercado con la producción mecánica de tejidos y, como consecuencia de ello, se hizo inmensamente rico, aunque sin ganarse el aprecio de nadie ni conseguir vivir feliz. En el momento de su fallecimiento, en 1792, tenía cinco mil empleados y su fortuna se estimaba en medio millón de libras, una suma fabulosa para cualquiera, pero en especial para un hombre que había pasado gran parte de su vida dedicándose a fabricar pelucas y a trabajar como barbero-cirujano.
Bryson, Bill En casa. Una breve historia de la vida privada. RBA, Barcelona, 2011
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