“El régimen se instauró sin causar víctimas ni daños. Una alegría desbordante inundó el país. La República venía realmente a dar forma a las aspiraciones que desde los comienzos del siglo trabajaban el espíritu público, a satisfacer las exigencias más urgentes del pueblo.
La sociedad española ofrecía los contrastes más violentos. En ciertos núcleos urbanos, un nivel de vida alto, adaptado a todos los usos de la civilización contemporánea, y a los pocos kilómetros, aldeas que aparecen detenidas en el siglo XIX. Casi a la vista de los palacios de Madrid, los albergues miserables de la montaña.
Provincias del noroeste donde la tierra está desmenuzada en pedacitos, que no bastan para mantener al cultivador; provincias del sur y oeste donde el propietario de 14.000 hectáreas detenta en una sola mano todo el territorio de un pueblo.
La República, como era su deber, acentuó la acción del estado. Acción inaplazable en cuanto a los obreros campesinos. El paro que afectaba a todas las industrias españolas era enorme, crónico, en la explotación de la tierra. Cuantos conocen algo de la economía española saben que la explotación lucrativa de las grandes propiedades rurales se basaba en los jornales mínimos y en el paro periódico durante cuatro o cinco meses al año, en los cuales el bracero campesino no trabaja ni come. Con socialistas ni sin socialistas, ningún régimen que atienda al deber de procurar a sus súbditos unas condiciones de vida medianamente humanas, podía dejar las cosas en la situación en que las halló la República”.
AZAÑA, M.: Causas de la guerra de España, 1939
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